Sans le fear. Divagación sobre el miedo.

He tenido miedos infantiles que desaparecieron con un golpe de madurez, o eso quise pensar.
También tuve esos miedos psicológicos que uno paga para que alguien los escuche y le pregunten cómo le han hecho sentir. Tengo miedos irracionales que por más que intente olvidar están latentes e invictos listos para atacar bajo la más mínima provocación, y también tengo ésos miedos que se han ido clavando con el tiempo y los cambios del entorno que me rodea, esos que son culpables de mi indiferencia y de mi actitud ante la vida.

Tengo miedos que van a perdurar, a pesar que hace ya varios años que soy más alta que mi madre, pero esas miradas de “estate quieta” siempre van a tener la misma carga moral para mí adulta que para mí de cinco años.

 Tuve miedo a crecer hasta que me di cuenta que ya lo había hecho, y que lo seguiré haciendo hasta que la respiración me sea insuficiente.

Miedo de morirme un día, sola, sin poder gritar rogando clemencia de manera operística para que valga la pena. Miedo de morirme otro día, con la familia reunida torno a mí, entre velas y rosarios benditos que purifiquen mi alma y arruinen mi plan de conocer, por fin, a Jim Morrison en el infierno.

He intentado escapar al miedo que me provoca la mediocridad, y que más que miedo lo siento como pesadas cadenas, es decir, me da tanto miedo no ser lo suficientemente buena para lograr cualquier cosa que me rehúso a intentarlo siquiera.

También hay cosas a las que ya no temo, por ejemplo,  le perdí el miedo a quedarme plantada la cuarta o quinta vez que el teléfono sonó quince minutos después de la hora concertada y me planteó con una voz que se puede llamar de cualquier manera, una excusa que parecía insalvable. También perdí el miedo a las demás personas porque una vez que te han decepcionado, las siguientes carecen de sentido. Le perdí el miedo a las alturas cuando comprendí, gracias a “La Insoportable Levedad del Ser”, que la altura no nos provoca miedo sino el profundo deseo de dejarnos caer al vacío. Perdí el miedo a estar sola, pero siempre temeré el sentirme sola. Aquel que entiende a lo que me refiero sabe que ambos son términos completamente distintos. Estar solo es un estado natural al que todos deberíamos acostumbrarnos, porque pues realmente lo estamos; pero el sentirse solo es el estado que enciende con más profundidad el deseo de impactarse de golpe contra la oscuridad, porque la soledad que se clava por dentro y se lleva a todas partes (incluso a aquellos lugares donde está uno rodeado de personas) nos vuelve débiles y vulnerables a pesar de que físicamente estamos acompañados, pero sólo la misma persona puede cambiar el panorama sentimental de la soledad (y lo digo enserio, si ya te decidiste a dejarte caer por la espiral de la soledad, no esperes que nadie te salve, porque por más que lo intente nadie va a rescatarte de la caída. Lo he intentado, he visto amigos caerse por la borda y  aunque estiré la mano para que ascendieran quisieron quedarse cayendo).

He aprendido que todos estos miedos, y la falta de ellos, constituyen la parte más importante de lo que soy. Porque es ahí, en el miedo, donde nos protegemos, donde vivimos alerta. El miedo es aquello que nos hace fuertes, me dijeron una vez, y lo secundo. Al final de los malos momentos es el miedo lo que nos obliga a levantarnos, a crear, a intentar a pesar de cualquier fracaso. Tememos el ser inútiles y progresamos, el ser viejos y buscamos a las personas que conocimos de jóvenes para recordar lo que, en esencia, nos hacía serlo, el morirnos y nos acercamos a aquello que nos hace sentir más vivos.

Después de todo, el miedo persiste como el móvil de nuestros ideales.